viernes, 2 de febrero de 2007

La vida es cuento: un ensayo sobre Paul Auster

El cuento es una de las formas narrativas primordiales. Hay al menos tres sentidos posibles para esta afirmación. Uno equivale a “primitivo” en el sentido histórico del término, haciendo referencia a las edades del hombre en las cuales su historia vivía gracias a la tradición oral. Otro, relacionado con el anterior, es sinónimo de “primero” y alude a la forma narrativa que adoptamos de niños. El tercero comprende sólo criterios literarios. La relevancia de la obra de Paul Auster responde, claro está, al último aspecto. Pero no podremos hacernos cargo de su importancia y valor si antes no examinamos las otras dos dimensiones citadas, pues comparten ciertos elementos de relevancia filosófica, estética.

Suele haber un antes y un después de la palabra escrita en una cultura. Antes de ella la tradición se transmite e inculca de viva voz. En un determinado lugar, sagrado o específicamente dispuesto para este fin, el más anciano narra la historia y conocimientos propios del grupo a todos sus componentes. Estas reuniones tienen un carácter ritual y por tanto no sólo cumplen la función de perpetuar sus costumbres, sino también la de enseñar cuáles son sus valores y fortalecer los vínculos entre los miembros del colectivo. Con la aparición de la escritura nuestros mayores dejan de ser los depositarios de la experiencia y la memoria. Tampoco son ya sus transmisores. En cambio surge una nueva figura, la del compilador. Al igual que el anciano, es quien recoge una tradición a fin de registrarla y contarla a las generaciones venideras. Sucede así una curiosa paradoja: quienes encarnaban la memoria cayeron en el olvido y sin embargo el nombre de estos ufanos recolectores vive aún junto a obras que casi no les pertenecen[1]. Ellos son, a pesar de todo, los inventores de la literatura.

Los cuentos son casi siempre el primer contacto que tenemos con la lectura, incluso cuando no sabemos leer. Padres, hermanos mayores o abuelos sentados al borde de nuestra cama y nuestros sueños, contándonos historias para dormir[2]. Otras veces, para distraernos en una sala de espera o durante un viaje. Algunos niños, de entre los que tienen la posibilidad de jugar, se entretienen contando cuentos a sus muñecos cuidadosamente dispuestos como un auditorio expectante. Con un libro entre las manos, o tal vez un cómic del revés y sin saber aún qué es una letra, cuentan lo que se les viene a la cabeza en su lengua tan de trapo como los muñecos, o interpretan ilustraciones y viñetas. Tanto la costumbre de contar cuentos junto a la cama como los juegos infantiles citados, tienen el mismo carácter ritual que en las épocas preescriturales. Pero no es lo único en común: se mantienen intactas su función educativa y la de refuerzo de los vínculos, si bien hoy día son sólo afectivos. En lo referente a los contenidos, los cuentos ya no narran la Historia, sino historias cuya veracidad no importa porque la tradición no depende de ellas.

Ya hemos examinado los dos primeros sentidos, los paradigmas del cuento primitivo y el infantil. Pero estos no son los únicos tipos que hay. Antes bien se trata de un género con una rica diversidad, sobre todo en nuestros tiempos. Nos estamos refiriendo, pues, al cuento como relato corto. El cuento contemporáneo está desvinculado de sus funciones rituales, con la sola excepción de los cuentos populares, que son el último vestigio de su aspecto primitivo en la medida que están llamados a conservar una tradición o reflejar las costumbres de un pueblo. Además, vivimos en una época en la que no se fomenta la cohesión social, sino la individualidad como valor más preciado, por lo que también ha perdido su carácter vinculante. Y puesto que la moral ya no estructura la sociedad, los cuentos tampoco son sus guardianes, pues no los necesita. Por lo demás, hay que señalar que delegó esta función en las novelas durante los S. XVIII y XIX[3].

El cuento, desprovisto de cargas funcionales, normativas, temáticas, libre de la obligada veracidad de la novela decimonónica, se ha consolidado como un espacio de libertad creativa. Esta carencia de yugos y el que parezca ser un género menos restringido por cánones, hace que sea muy popular entre los escritores amateurs, pues nos permite ejercitarnos como en un gimnasio antes de salir al estadio de la novela[4]. Una descripción positiva de la situación que encierra, sin embargo, un prejuicio muy extendido acerca de este género: la idea de que la novela es la reina de la literatura. Esta creencia se funda sobre todo en su divulgación y proyección comercial, al tratarse de un género que se adapta fácilmente a todos los registros. Luego no es cosa de tener más o menos talento para escribir cuento o novela, sino razones de índole económica que no incumben al crítico literario. Afectan a la difusión de la poesía y el teatro, pero no al orden en que se encuentran con respecto a ella: en obvio pie de igualdad.

El cuento como relato corto no goza de tanto éxito como la novela pero tampoco sufre el exilio de la poesía y el teatro. Quizás se deba a que también se adapta con facilidad a cualquier registro y esto, por otra parte, da cuenta en gran medida de su diversidad. Además, el salto del cuento a la novela es posible en virtud de una cierta continuidad entre ambos. Los dos requieren las mismas cualidades de un escritor, pero hay quien dice que en menor medida el primero que el segundo, relegando al cuento al dominio de lo superfluo. Un juicio tan infundado como falso. Se me ocurren a bote pronto al menos una docena de novelas más banales que el peor de los cuentos de Borges. A Cortázar y a él les fue negado el Nóbel, como es sabido. Estos maestros de escritores han cultivado, en lugar de la novela, el cuento, confiriéndole mucha de su grandeza. Anton Chéjov[5], uno de los más destacados escritores rusos a la altura de Tolstói o Dostoievski, escribió cuentos, lo que no le impidió crear su novela La hija del capitán o su pieza teatral La gaviota. Curiosamente los críticos ensalzan estas dos como sus obras maestras, tal vez porque no son cuentos. En la misma línea, interpretan que Tolstói se rebajó a escribir cuentos después de escribir sus ingentes obras de arte, Guerra y paz y Ana Karénina. Ya en nuestros días, Paul Auster, el verdadero protagonista de este ensayo, un curioso caso mixto a través de cuyos relatos hace novelas. Ampliamente justificada la importancia del género, pasemos por fin a su obra.

Paul Auster es una de las figuras más importantes de la narrativa contemporánea. Su obra goza de una excelente difusión[6] y pueden encontrarse cualquiera de sus novelas en librerías, grandes superficies comerciales y en las estanterías de muchas casas. Gran parte de su popularidad se debe a una de sus mejores virtudes: su vocabulario. Ya se ha dicho aquí que la flexibilidad para adaptarse a diferentes registros hace que ambos géneros sean muy divulgados. Nos referíamos entonces al hecho de que haya novelas acorde a distintos estratos lingüísticos y, por tanto, sobre todos los temas y gustos. El suyo es un léxico accesible, haciendo que sus libros sean fácilmente recomendables a personas muy dispares. Esto no quiere decir que sus libros sean vulgares en el peor sentido de la palabra, sino más bien todo lo contrario. Auster tiene una facilidad pasmosa para hablar con la mayor sencillez de dilemas existenciales, controversias filosóficas o hacer brillantes reflexiones estéticas sin romper la fluidez que caracteriza la lectura de sus relatos. Estas, no surgen de un modo forzado: el mismo texto nos conduce a ellas de manera natural, como agua que llega al delta de un río. Exponerlos con semejante claridad meridiana exige su perfecta comprensión además de una mano muy hábil, que muchos filósofos quisieran, para no oscurecer aquello sobre lo cual su inteligencia ha arrojado luz. Su buen entendimiento queda plasmado en situaciones cotidianas, en los personajes y sus pensamientos, hacia los que nos ha abierto el camino de la empatía, dejándolos al alcance de cualquier lector.

Al igual que en las películas de Woody Allen[7], siempre encontramos en los relatos de Paul Auster los mismos temas expuestos de una nueva manera cada vez: el extranjero, la soledad, la angustia, la paternidad, el otro, la opacidad de la conciencia ajena y de la propia, el salvaje urbano, el escritor y su tarea… como puede verse, son numerosos y tienen algunos en común. La paternidad es, por ejemplo, uno de los temas principales en La invención de la soledad, su primera novela. Está dividida en dos partes yuxtapuestas como la cara y la cruz de una moneda: la paternidad desde el punto de vista del hijo y del padre, respectivamente. Su ausencia, muerte o desaparición, representa una clave constante. También encontramos el haz en Ciudad de cristal y el envés en La habitación cerrada, unidas en la célebre Trilogía de Nueva York como en una suerte de dialéctica compensatoria. La imposibilidad de conocer a otra persona a través de sus actos, costumbres y cosas, constituye un aire frecuente en todas sus obras y también está presente en la relación padre-hijo, tiñéndola de desazón cuando no de angustia. Por lo demás, este sentimiento aparece a menudo para atravesar a los personajes que ya estaban inmersos en una controversia relativa a cualquiera de los susodichos tópicos.

No quisiera pasar a la siguiente cuestión sin antes reflexionar sobre la figura del salvaje urbano. Hay un momento en la vida de los personajes, narrado o no en la novela, en el que se asilvestran. Consiste en su repentino aislamiento con respecto a su entorno cotidiano: dentro de él (como el narrador de La habitación cerrada), en el marco urbano (Ciudad de cristal si se trata de la ciudad de residencia y si es otra, como Fanshawe en La habitación cerrada), el desierto (El palacio de la luna) u otro país (La invención de la soledad). Este es uno de los sentidos que le da a la soledad, sinónimo de exilio entendida como situación y de extranjero referida a la condición humana. El primero puede ser transitorio, mientras que el segundo nos constituye. El protagonista suele ser un desadaptado en algún aspecto o se siente fuera de lugar, porque no ha logrado uno, no se ajusta al que tiene o bien porque lo ha perdido. Esto les produce una profunda angustia pues son o se han convertido en extranjeros de sí mismos. Auster aplica esta expresión a su padre en La invención de la soledad, pero creo que es ampliable al resto, a modo que huella que pudo dejar en él el existencialismo desde su época como traductor de las obras de Sartre. Esta náusea vital les empuja a exiliarse en cualquiera de las maneras citadas, durante un tiempo antes de conseguir un nuevo lugar; o para siempre, reduciendo su vida a la pura indigencia. No es que de súbito el entorno se les vuelva hostil y se aíslen, sino que se aíslan y esa intimidad consigo mismos les hace hostiles con respecto al ambiente. Al hilo de esta idea citaba así a Pascal en La invención de la soledad: “La infelicidad del hombre se basa en una sola cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”[8]. De otro modo y justo por todo lo dicho, esta figura simboliza la emergencia de lo siniestro, de lo que se oculta a los ojos de los otros.

Algunos lectores de Paul Auster suelen decir que no hace sino hablar de sí mismo en todos sus libros. En Experimentos con la verdad reconoce el carácter autobiográfico de su primera novela y comenta algunos acontecimientos personales que aparecen en su obra: la muerte de su padre, la herencia, las cajas de libros, su estancia en París en calidad de traductor y el hambre que allí pasó, etc… Sin embargo, hay algo más detrás de todo ello pues, como diría mi amigo M., no deja de ser trivialmente cierto que los escritores plasman gran parte de sí en sus libros. Estas referencias que se repiten más o menos camufladas son sólo un pretexto para hablar de las cosas que le preocupan, es decir, de los temas que hemos citado. Por ejemplo, muchos de sus protagonistas son escritores, indudables imágenes de sí mismo a través de las cuales expresa cómo ve él la tarea de escribir. Claro que también esto es hablar de uno, pero no hay opción: como él suele decir, se es escritor por necesidad. Unas veces impulsado por la urgencia de hablar de una inquietud, otras para auxiliar a la memoria, ayudarle a rescatar del olvido los sucesos que nos hacen ser quienes somos. Una necesidad que arraiga en los orígenes del cuento, como hemos visto, y late aún en su obra. ¿Qué es un diario sino el deseo y el intento, que Auster personifica en Ana Frank, de que la propia memoria le sobreviva a uno en su obra? ¿Qué son las obras de Paul Auster? Relatos a través de los cuales hace novelas, historias a través de las que nos cuenta su propia historia y cada una de ellas representa un nuevo punto de vista, una nueva mirada introspectiva que busca un centro ausente no se cruza con las anteriores:

“Entre las fotografías de la bolsa, una trucada, tomada en un estudio de Atlantic City hace unos cuarenta años. Hay varias imágenes de él mismo sentado alrededor de una mesa, cada una tomada desde un ángulo diferente, de modo que la primera impresión es que se trata de un grupo de hombres distintos. Por la penumbra que los rodea y la total inmovilidad de sus poses, pareciera que se han reunido para llevar a cabo una sesión de espiritismo. Pero luego uno estudia detenidamente la fotografía, advierte que se trata siempre del mismo hombre. La sesión de espiritismo se vuelve real y es como si él hubiera asistido sólo para invocarse a sí mismo, para traerse de vuelta del reino de los muertos; como si multiplicándose a sí mismo hubiera desaparecido de forma accidental. Hay cinco imágenes de él, y sin embargo, la naturaleza de la fotografía no permite el contacto visual entre sus varios yoes. Cada uno de ellos está condenado a seguir con la vista fija en el espacio como si le observaran los demás pero sin ver nada, incapaz de ver nunca nada. Es una fotografía de la muerte, el retrato de un hombre invisible”[9].

Por muchas cosas que sepamos acerca de una persona no podremos reconstruir el yo a partir de los pequeños fragmentos precarios que tenemos en nuestra memoria. El yo parece ser el centro de nuestra vida y, sin embargo, cada vez que lanzamos un vistazo en su busca hacia dicho lugar, o no hay nada o permanece invisible. Es lo que en filosofía llamamos el carácter elusivo del yo: desaparece como agua entre los dedos. En su ausencia lo único que nos queda es el conjunto de las perspectivas, una colección de cuentos, de relatos que invocan diferentes aspectos de la misma persona y cada aspecto es un libro, una novela. Todos tenemos al menos una historia que contar, la de nuestra vida, una tarea inacabable por definición de la que se puede hacer un arte. La obra de Paul Auster es buena prueba de ello y sólo estará acabada cuando muera. El resultado será una fotografía como la que él describe con su rostro como protagonista:

“Cada hombre es el autor de su propia vida –dijo- . El libro que estás escribiendo aún no está terminado. Por otro lado, es un manuscrito. No podría haber nada más apropiado”[10]

Ahora comprenderá el lector porqué la ambigüedad del título de este ensayo era, tan sólo, aparente.

Esta fotografía elevada a la categoría de símbolo constituye el primer acercamiento a la cuestión de la identidad personal en su obra. El segundo puesto lo ocupan las máscaras, que proporcionan otra formulación del problema del carácter elusivo del yo: ¿y si detrás de las máscaras no hay un rostro? Ese es el problema de Quinn en Ciudad de cristal, el de un hombre que se ha metido en todas sus máscaras y ha fracasado en todas ellas, incluido su papel de detective. Empeñado en salvar la última se queda en realidad sin ninguna de ellas, en la indigencia existencial, convertido en un salvaje urbano que nos oculta su existencia y con ella también la posibilidad de identificarnos con él. ¿Qué son esas máscaras? Son las historias, los cuentos que hemos de contarnos a nosotros mismos para meternos todos los días en nuestra absurda existencia o a fin de convencernos para cambiarla; son las pequeñas ilusiones o las mentiras que relatamos con objeto de sobrellevar nuestra vida. En tercer lugar cabe ser destacado el papel de el otro en la construcción de la identidad personal. Paul Auster hace suyo el lema de Rimbaud yo soy un otro refiriéndose tanto a la duplicidad de la conciencia que se hace cargo de sí misma, como a la apropiación de los relatos de otro para hablar de uno mismo. Cuántas veces no habremos utilizado las anécdotas un amigo o conocido para hablar de nuestras propias inquietudes, preocupaciones, etc… no con la intención de suplantarle, ni tan siquiera la de atribuirnos el valor que le concedemos a sus palabras, sino únicamente para servirnos de ellas con el fin de hablar de nosotros mismos porque nos sirven mejor que las nuestras. Al hacerlo incorporamos una perspectiva ajena al conjunto de las propias, como un elemento más de la narración de nuestra vida. O bien sí podría ser con todas esas intenciones, como es el caso del narrador de La habitación cerrada: su drama, la causa de su angustia es que él es el deseo de otro, es decir, no sólo es deseado por Sophie y por la madre de Fanshawe[11] sino que siéndolo está cumpliendo, es el deseo de Fanshawe. Cuando el narrador ocupó su lugar, Fanshawe vive su vida a través de él, luego el narrador no vive sus propios deseos sino los de su amigo hasta tal punto que, como en la Rebeca de Hitchcock, desconocemos su nombre, su identidad. Esta interpretación responde a un psicoanálisis lacaniano, según el cual la construcción del yo se desarrolla según una dinámica especular, de tres espejos. Y si bien no he encontrado ningún aspecto en los cuentos de Auster que se corresponda por completo con esa otra concepción de Lacan, es digno de nota en cuarto lugar, que la novela Fantasmas se estructure también como un juego de espejos entre dos detectives, entre dos personas que buscan el conocimiento de el otro. En quinto y último lugar, a modo de resumen y conclusión de esta interpretación de La trilogía de Nueva York, unas pocas palabras. ¿Por qué la soledad es una ficción para Paul Auster? Nadie está realmente solo incluso cuando consigue quedarse en su habitación, como dice Pascal, porque está uno consigo mismo narrándose su propia historia y al hacerlo, en el espacio de la memoria, reviven los otros de quienes hemos tomado prestados relatos, ideas o de los que somos deseo. No puedo estar solo porque soy un otro.

Así, desde el comienzo de este artículo, hemos estado esbozando los rasgos de lo que llamamos en estética el carácter narratológico de la existencia humana: el que sea algo susceptible de ser contado tanto como la necesidad de narrar nuestra propia vida. Además, dado el carácter elusivo del yo del que hemos hablado, nuestra vida no es más que el cuento más bien fragmentario de nuestros hitos e insignificancias personales. De ahí la primera parte del título. Creo en este momento que no hay otra necesidad humana que implique tan directamente a el otro como ésta y la obra de Paul Auster es un magnífico ejemplo de ello porque integra todos los aspectos que hemos enumerado.

Para concluir el artículo mencionar tan sólo lo que denominaría la ontología de su obra. Me refiero a cómo para él el azar constituye la sustancia misma del mundo, éste es el reino de la casualidad, no de la causalidad. Sus relatos están repletos de hechos fortuitos en virtud de los cuales puede cambiar la vida de una persona por completo. La primera parte de Experimentos con la verdad está conformada por cuentos de esta clase, y en las entrevistas contenidas en el mismo volumen Auster manifiesta son hechos carentes de sentido a los que nosotros atribuimos significado como parte de nuestra vida. La diferencia entre su forma de abordar esta cuestión y la de otros escritores es que él no introduce la causalidad en sus relatos para darles linealidad. Antes bien, trata de reproducir caos subyacente al mundo y a nuestras acciones. No obstante he de posponer la interpretación de esta cuestión a la espera de hallar nuevas claves en su obra La música del azar.
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[1] Me hago eco de las teorías según las cuales Homero no es el autor de la Odisea ni la Ilíada, sino que fue tan sólo el poeta que recopiló diversas tradiciones orales anteriores a su época, como lo fue Vyasa en la India. Este hombre se bautizó a sí mismo con dicho nombre que significa recopilador a fin de no atribuirse el mérito de la composición del Mahabharata el mayor poema épico de la India.
[2] El psicoanálisis ha hecho hincapié en la relación simbólica entre el mundo onírico y el de los cuentos. Cabe destacar el estudio de Bruno BETTELHEIM, Psicoanálisis de los cuentos de hadas que puede encontrarse en Editorial Crítica.
[3] Por ejemplo en las llamadas novelas de costumbres, como las de Jane Austen. Yo prefiero denominarlas novelas de ficción doméstica de acuerdo con la teoría crítica feminista, ya que en ellas se esboza la llamada feminidad normativa. Suscribo las consecuencias que de ello se derivan.
[4] Vladimir Nabokov es uno de sus defensores.
[5] A continuación se citan unos pocos autores. No olvido, entre otros, ni a Edgar Allan Poe ni a Franz Kafka que, además, tiene una gran influencia sobre la obra de Paul Auster.
[6] En España sus obras están publicadas en Anagrama. Las citas son todas de dichas ediciones.
[7] Un final made in Hollywood es un buen término para la comparación. Elíjase la que se quiera.
[8] En la p. 117.
[9] Entre p. 48 y 49.
[10] En El palacio de la luna, p. 17.
[11] La escena en que el narrador se acuesta con la madre de Fanshawe puede interpretarse de acuerdo con el clásico esquema freudiano de las pulsiones de eros y thánatos.